Frente a la pandemia, más solidaridad - Proyecto Hombre

Frente a la pandemia, más solidaridad

Autor: Asociación Proyecto Hombre 09/02/2021     

Por Francesc Torralba, Catedrático de Ética de la Universidad Ramon Llull.

Solidaridad es una palabra gastada, manoseada por todo tipo de colectivos[1]. Se ha utilizado, abundantemente, durante la crisis pandémica y todavía se va a emplear más prolijamente en el futuro. Existe una solidaridad visible, que los focos captan y retratan en las pantallas; pero existe otra invisible, que opera en muchos entornos y que no trasciende en los medios de comunicación sociales.

El espíritu de cooperación se ha puesto, especialmente, de manifiesto durante el tiempo de confinamiento. Todos hemos visto cómo, durante la crisis pandémica, se han multiplicado los ejemplos de la solidaridad y su visibilidad es siempre una fuente de esperanza que genera autoestima como género humano.

Lo sabemos. Somos capaces de ayudarnos, de domesticar el gen egoísta, las inclinaciones egocéntricas que nos atenazan y pensar en los demás, en sus necesidades y urgencias y, no solo eso, sino arrimar el hombro y ponernos a su lado.

La solidaridad, como espectáculo televisivo para uso y consumo de masas aburridas ha dado pie a una solidaridad intrafamiliar, vecinal, entre colectivos y profesionales muy alejados. De hecho, ya existía, pero se ha revitalizado. Y todo eso nos ha permitido superar dificultades y vencer todo tipo de resistencias. Nos ha hechos más fuertes, aunque no invulnerables.

Se ha purificado la práctica de la solidaridad. Hemos entendido que no consiste, simplemente, en aportar un euro estimulados por la imagen de una víctima de guerra, sino que exige un compromiso a fondo y a largo plazo. Esta lección no se puede olvidar.

No es irrelevante la aportación económica. Todo lo contrario. Es indispensable y lo seguirá siendo, todavía más, en el futuro. Debemos donar más recursos a los que más gravemente viven las consecuencias de la pandemia, pero, además de eso, es imprescindible arrimar el hombro y actuar voluntariamente. La solidaridad auténtica se demuestra a través de la fidelidad en el tiempo y exige sentido de pertenencia a la humanidad. Solo así se supera la visión dicotómica, la dualidad entre ellos y nosotros.  

Escribe el filósofo, Slalov Žižek, un pensador poco dado a discursos esperanzados: “Quizás otro virus ideológico, y mucho más beneficioso, se propagará y con suerte nos infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá del estado-nación, una sociedad que se actualiza a sí misma en las formas de solidaridad y cooperación global”[2].

            Ojalá sea así. Cabe la posibilidad de que se abra esta oportunidad, la de una política fundada en la solidaridad, la de una cooperación que realmente vaya más allá de los intereses grupales. Debemos potenciarla. No va a llegar por casualidad, ni se va a forjar por generación espontánea.

“Tal amenaza global -dice el filósofo- da lugar a la solidaridad global, nuestras pequeñas diferencias se vuelven insignificantes, todos trabajamos juntos para encontrar una solución, y aquí estamos hoy, en la vida real”[3].

            El problema es el día después. Cuando la amenaza desaparezca, cuando la nueva normalidad advenga, que no sabemos cómo será, pero, finalmente, se imponga, ¿seremos capaces de dar longevidad a esta solidaridad que hemos cultivado o quedará en el baúl de los recuerdos?

La crisis nos ha abierto los ojos, nos ha hechos más lúcidos. Hemos sido capaces de percatarnos de que nuestras diferencias son insignificantes, de que lo que nos une es mucho más fuerte y resistente que lo que nos separa.

Sin embargo, Byung-Chul Han no lo ve así. “El virus -escribe el filósofo coreano- no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana”[4].

Lo que hemos visto, en nuestra sociedad, se aleja mucho de este diagnóstico. La crisis ha fortalecido nuestros vínculos de solidaridad y de ayuda mutua. Se han revitalizado estos valores. Es verdad, como dice el autor de La sociedad del cansancio, que el virus nos ha encerrado en casa y nos ha separado físicamente, pero, paradójicamente, nos ha unido más que nunca emocionalmente, nos ha convocado todos los días a la ocho para aplaudir a los verdaderos héroes y hemos cooperado con nuestros conciudadanos para paliar los estropicios generados por este virus.

La solidaridad auténtica se construye sobre el sentimiento de igualdad. Sin negar las diferencias propias de cada grupo humano, el ciudadano solidario es capaz de intuir lo que lo une a todos los demás miembros del género humano, la idéntica vulnerabilidad en el ser.

A los pudientes esto les resulta más difícil captar, a priori, porque creen que habitan en un mundo paralelo, en una burbuja ajena a las crisis de la Historia. Sin embargo, cuando todo se desmorona y la muerte llama, finalmente, a sus puertas, también se derrumba esta conjetura y, con ella, la frontera invisible que les separa de los otros.

Además de los grupos vulnerables sociológicamente identificados y descritos en todas las estadísticas, emergerá una nueva vulnerabilidad, una extensísima casta de desempleados que tendrán enormes dificultades para sostener a sus familias, para pagar alquileres, escolaridades, para llenar la nevera cada semana y vestirse. Esta masa ingente de personas va a acrecentar la ya, de por sí, numerosa cifra de grupos vulnerables.

Nuestro sistema de producción y consumo caracterizado por un neoliberalismo desbocado globalmente que se rige por la ley de máximo beneficio con el mínimo coste genera miles de efectos colaterales que dejan un rastro de miseria en miles de colectivos humanos. Es una economía que mata, pues destruye familias y erosiona, gravemente, los ecosistemas.

Las administraciones públicas también van a sufrir para poder mantener el tan codiciado estado de bienestar social. A lo largo de la crisis global, hemos podido constatar que el grado de sufrimiento que ha generado en los distintos países del orbe, ha sido muy distinto. Disponer de un sistema de salud público, universal y gratuito, constituye un bien de un valor infinito que muy pocos países en el mundo tienen a su disposición.

A pesar de la saturación que han padecido los servicios de salud, no se ha discriminado a nadie por razones económicas. Esta discriminación, en cambio, ha sido y es el pan de cada día en gran parte de países del mundo. Solo los que pagan tienen acceso a una unidad de cuidados intensivos, a una prueba epidemiológica, a una mascarilla, a un régimen de vida seguro. Nos parece aberrante, porque vulnera el derecho fundamental a la equidad, reconocido en el espíritu y la letra de la Declaración de 1948, pero tenemos que tomar conciencia que mantener este régimen de servicios sociales, sanitarios y educativos de carácter inclusivo tiene un coste extraordinario que se verá profundamente amenazado en la etapa post vírica. Puede que alguna cartera de prestaciones sociales básicas desaparezca y que se genere una gran bolsa de ciudadanos sin acceso a ellas. Esto hará más necesario que nunca la presencia de organizaciones socialmente organizadas que acojan y velen por los más grupos vulnerables.

            En el mundo post coronavirus se van a multiplicar, por un lado, las necesidades, pero, por otro, van a menguar los recursos para poder desarrollar programas sociales. Algunas asociaciones tendrán que cerrar porque no van a recibir los fondos necesarios para desarrollar su actividad, mientras que otras tendrán que reducir significativamente su cuerpo de profesionales y abrir, todavía más, la puerta al voluntariado.

En este escenario de futuro será imprescindible crear redes de ayuda entre asociaciones, sinergias creativas para aprovechar mejor los recursos y reducir gastos burocráticos. Se tendrá que superar la cultura de los egos y los logos para crear plataformas que jamás habían sido imaginadas.

            No será fácil captar recursos. Todas las organizaciones solidarias van a llamar a las puertas de las mismas empresas y tendrán la misma urgencia para recibir fondos. Sin embargo, las empresas que antes colaboraban en virtud de su responsabilidad social corporativa se verán obligadas a cerrar el grifo, con tal de poder pagar nóminas a final de mes.

            El panorama oscuro que se divisa exige una serie de movimientos imprescindibles para ser operativos y reamente eficaces en la lucha contra la injusticia y la pobreza. Un mundo nuevo requiere nuevas ideas y estrategias. La mera repetición del pasado no es la vía de redención.

Necesitamos activistas con capacidad de liderazgo global y de sacrificio; hábiles para tomar distancia del presente, ampliar la visión y no centrarse exclusivamente en el propio feudo. El espíritu de unión tiene que vencer a la deriva en la fragmentación tan propia del tercer sector caracterizado por un reino de taifas que se multiplica ad infinitum.

            Necesitamos crear un discurso nuevo y alternativo. No basta con la lamentación y la crítica a los poderes políticos y al Gran Capital. Necesitamos líderes críticos y constructivos, aptos para abordar retos en mayúscula y con capacidad de ejercer un liderazgo sustentado en el cuidado y en la cooperación.

Urge, como sociedad, que alguien nos recuerde a los invisibles vulnerables, a los que sufren cotidianamente las consecuencias de esta crisis global. Crear conciencia es difícil y recordar los deberes de solidaridad todavía más arduo en una sociedad caracterizada por lo que Gilles Lipovetsky denominó el crepúsculo del deber.

Es necesario, más que nunca, tocar el corazón de la bestia, persuadir a la ciudadanía de su corresponsabilidad, dar visibilidad a los grupos vulnerables, empoderarlos, pues solo así se humaniza la sociedad y se rompe el duro caparazón de indiferencia acomodaticia.

Biografía

Francesc Torralba Roselló (Barcelona, 1967) es doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona (1992) y doctor en Teología por la Facultad de Teología de Cataluña (1997) y doctor en Pedagogía por la Universitat Ramon Llull (2018). En la actualidad es director de la Cátedra Ethos de la Universitat Ramon Llull. A lo largo de su trayectoria académica ha publicado un gran nombre de ensayos que han sido traducidos al francés, alemán, inglés, italiano y portugués entre otras lenguas.  Preside distintos Comités de Ética y es Académico de Número de la Real Academia Europea de Doctores. Entre sus obras filosóficas cabe destacar Inteligencia espiritual (2010), La ética como angustia (2015) y Mundo volátil (2018).


[1] He desarrollado más extensamente esta cuestión en Vivir en lo esencial, Plataforma, Barcelona, 2020.

[2] VV. AA., Covid 19, MA Editores, Madrid, 2020, p. 67.

[3] Ibídem, p. 69.

[4] Ibídem, pp. 89-90.

Revista Proyecto 102: Grandes firmas [2020]